Título: LA HIJA DE LAS MAREAS
Autora: Pilar Sánchez Vicente
Editorial: Roca Editorial
ISBN: 978-84-18557-28-6
Páginas: 410
Presentación: Rústica con solapas
Pilar Sánchez Vicente (Gijón, 1961) es historiadora,
documentalista y escritora, aunque también ha sido guionistas y presentadora en
varios programas de TVE-Asturias y del canal Internacional de TVE. Licenciada en Geografía e Historia, en la
actualidad trabaja como archivera del Tribunal Superior de Justicia de
Asturias. Es presidenta de la Asociación Profesional de Especialistas en
Información (APEI). Entre sus novelas destacan: La diosa contra Roma (Roca Editorial, 2008), Mujeres errantes (Roca
Editorial 2018), La muerte es mía (Roca Editorial, 2020) y Sangre en la cuenca (Orpheus, 2021). La hija de las mareas
(Roca Editorial, 2021), es su última criatura, publicada el pasado 21 de
octubre.
Podría decir que La
hija de las mareas comienza con un prefacio espléndido, porque lo es.
Una introducción en la que se nos describen dos escenas distintas, a cual más
seductora, que sobre el papel apenas superan las dos páginas cada una. Ambas
transcurren en Gijón y entre ellas median cinco siglos: la primera transcurre en
septiembre de 1395 cuando las huestes de Enrique III tienen sitiada la villa y
a la condesa Isabel de Viseu no le queda más remedio que rendirse y abandonar,
con nocturnidad y sin alevosía, su feudo por mar, al amparo de las llamas. La
acompañan un escaso retén de leales caballeros, los pocos que han quedado tras
el asedio, por lo que tiene que abandonar el tesoro familiar, que no cabe en la
pequeña embarcación que usarán para tal fin, mientras su marido se encuentra en
territorio galo, buscando una ayuda que no llega. La segunda escena nos remite
a octubre de 1835 cuando a una aguadora de Gijón se le secó el pozo con el que
se ganaba la vida, motivo por el cual pidió ayuda a un carretero vecino suyo para
que le arreglase el entuerto. Y la suerte –o la fortuna- quiso ponerse del lado
del tipo que en su cometido encontró un importante hallazgo, del que no dijo
nada a la mujer, junto a un manuscrito, que tampoco. Poco tiempo después, ese documento
llegó a terceras personas y descubrieron que se trataba de las Memorias de Andrea Carballo de
Jovellanos, firmadas y rubricadas en 1820.
Pero no es así.
O, quizás, podría
decir que La hija de las mareas
comienza con un extracto del Cuaderno de
Quejas que las Damas por la Libertad presentaron en la Asamblea Nacional,
en 1789 en París, un documento verídico, escrito en uno de los momentos más
tensos de la historia francesa, que sobrecoge visto desde la perspectiva que
nos da la actualidad, porque refleja las inquietudes que estas mujeres mostraban
ante la desigualdad de género y que, en general, son una enorme fuente de
estudio para entender la situación social en la Francia de 1789. Sus
proposiciones, vistas con los ojos de la contemporaneidad, parecen fútiles
porque reflejan hasta qué punto la mujer era poco menos que un objeto, con
todas las capacidades anuladas en aquella época y, sin embargo, sus principios
nos hacen deudoras de los avances acaecidos desde entonces, que no son pocos.
Pero tampoco es
así, aunque también.
Para mi gusto, la
novela comienza con la dedicatoria, pues es toda una declaración de intenciones
que, junto al prefacio mencionado, forma una combinación exquisita del espíritu
de esta historia, porque parece compendiar lo primordial de lo que nos vamos a
encontrar.
Porque La
hija de las mareas es una novela de mujeres que no se arredraron ante
lo que les tocó vivir. Un libro que destila resiliencia y sororidad. Porque
Pilar Sánchez Vicente rinde un emotivo y preciosista (no tanto por usar un
lenguaje refinado, sino porque busca lo sublime y el modo de ponerlo en
evidencia) homenaje a esas mujeres que han hecho de su condición su afán; de ese
anonimato que nos iguala a todas, el espejo donde otras debemos mirarnos; de su
grandeza, nuestros anhelos; de su memoria, que no debemos dejar en el olvido,
un compromiso por todo lo que hemos conseguido gracias a su empeño y su lucha.
Por eso, ya en el
prefacio aparece la figura de Isabel de Viseu, en uno de los momentos más
aciagos de su vida, cuando debe rendir su condado (Gijón) al rey castellano y
comprendemos que la novela, aunque sea de forma puntual, parece que empieza a
levantar las alfombras y sacar a la luz a algunas mujeres que, a lo largo de la
historia, han tenido un papel más que relevante en muchas circunstancias y en
todos los ámbitos.
Y será la segunda
escena de ese prefacio la que aglutinará el grueso de la obra. En ella se nos
describe cómo un viejo manuscrito, redactado en 1820, ha podido llegar a
nuestras manos. Se trata de las Memorias
de Andrea Carbayo de Jovellanos, la hija de las mareas.
A través de ella
conoceremos la historia de varias generaciones de mujeres excepcionales, carismáticas
e indómitas de origen bárbaro y ascendencia celta, que podrían remontarse
incluso a los normandos, de ahí que todas ellas naciesen pelirrojas y con pecas.
Del mismo modo, todas llevaban en primer lugar el apellido Carbayo, asociado al
santuario donde fue bautizada una antepasada vikinga –Santuario de la Virgen
del Carbayu-, que heredaban por vía matrilineal Aunque la historia arranca con Carola
(la abuela de la protagonista), cuando da a luz a Gloria, el mismo día en que pierde a su marido en la mar, intentando cobrarse
una ballena, hemos de remontarnos a mucho antes para entender el estigma que
las perseguiría de por vida.
De ese modo conoceremos
a su tatarabuela, una sanadora que se dedicaba a curar enfermos desahuciados hasta
que el médico de la villa la denunció al ver que sus clientes mermaban. Ello la
obligó a trasladarse con su hija y su nieta a Veranes, una localidad
perteneciente al mismo concejo. Allí su fama fue en aumento y los enfermos de
otras localidades acudían a ella buscando la mayor parte de las veces un
milagro. Hasta que el primogénito de los Valdés enfermó de fiebres y los
esfuerzos del galeno de turno no fueron suficientes. Entonces hizo llamar a la
curandera y, aunque esta lo sanó, el muchacho murió una semana después,
posiblemente por una complicación.
No le faltó tiempo
a Valdés para clamar venganza y la llevó a cabo acusándola de brujería. No dudó
el noble en amañar todo tipo de pruebas o testigos falsos para llevarla a
prisión, como así ocurrió. Claro que la cosa no quedó ahí, puesto que fue
condenada por el Tribunal del Santo Oficio a la hoguera y su hija y nieta
fueron confinadas en la cárcel de Oviedo. La hija, después de muchas torturas,
acabó perdiendo el juicio y, a su muerte, la niña fue puesta en libertad a los
doce años.
Esa niña era Carola
y su único objetivo en ese momento era llegar a Gijón a pie, para embarcarse
como polizón en un barco rumbo al Nuevo Mundo, lugar del que escuchó maravillas
estando en la cárcel. Pero ese viaje nunca llegó a realizarse, porque Carola
conoció a Andrés y juntos descubrieron que para la ternura siempre hay tiempo,
hasta que una ballena lo truncó todo, claro. Él era pescador, uno de los
últimos balleneros en un Gijón que por aquellos tiempos era considerado la cuna
de estos cetáceos; ella siguió dedicándose a curar a los enfermos, porque más
que un oficio heredado por vía materna, era una vocación. Incluso habilitaron
en su casa una boquitiquina, aislada
de miradas indiscretas, porque si algo había aprendido Carola es que tenía que
andarse con pies de plomo después de todo lo acontecido en el pasado. Y luego
estaban los Valdés, obvio, que para eso eran una estirpe y se reproducían como
las setas, eso sí, todos tenían en común su afición a las venganzas y un rencor
innato hacia las Carbayo, conocidas ya como “las Encantadoras” y, en ese
sentido, eran como los tontos cuando cogen una vereda, que aunque esta se
acabe, ellos siguen.
La viudedad llevó a
Carola a tener que buscarse el sustento de otro modo, motivo por el cual empezó
a trabajar para los Jovellanos como ama de cría. Y así pasaron los años, encantados
porque era una familia liberal, con fama de dadivosos, hasta que Miguel, el
primogénito, crece y se enamora de Gloria, a la que siempre trataron en la casa
como una igual. Cuando los padres se enteran, porque el muchacho quiere casarse
con ella, inmediatamente las despiden, aunque con una gratificación. Y a ese
despido siguió el suicidio del joven. Y otra vez los Valdés vieron una
oportunidad única para lapidarlas vía Inquisición, que para eso ellos eran de
misa diaria, aunque don Benito, el boticario, las alertó y pudieron escapar
rumbo a Las Caldas, un manantial de aguas termales que gozaban de mucha fama contra
algunas enfermedades y donde pululaban los curanderos, aunque también abundaba mucho
canalla. Y, aunque tuvieron momentos más o menos delicados, porque la vida de
las Carbayo nunca fue un camino de rosas, llegó un momento valle en su devenir.
Conocieron entonces a Bertrand, un médico cirujano francés, amante de la literatura,
que pasó por allí haciendo el Camino de Santiago. A su vuelta, les propuso que
se fueran con él a Oviedo para trabajar en una consulta que pretendía
abrir. Ellas aceptaron, encantadas. Más tarde se casaría con Carola.
Una vez que el
consultorio empezó a tener fama y consiguió una clientela distinguida, entre la
que destacaban caballeros de alta alcurnia, organizaron una tertulia los jueves a la que
acudían estos junto a viajeros de paso que siempre traían noticias frescas. Una
tarde, por casualidad, Gloria se encontró con Gaspar de Jovellanos, hermano de
Miguel, y le invitó a acudir a una de ellas, así que el joven empezó a
frecuentarlas. Poco después, le invitarían a la romería de Colloto y, a la luz
de la luna, engendraron a Andrea. Aunque, como podéis imaginar, el noble siguió
a sus latines, pues era seminarista y la joven a sus afanes, claro que, su
nueva situación, la llevó a convertirse, con tan solo veinte años, en lo mismo
que años atrás fue su madre: ama de cría. Corría el año 1760.
Como os podéis
imaginar, solo he contado los orígenes, a grandes rasgos, de Andrea Carballo de
Jovellanos, la protagonista de esta historia, porque quería poneros en
antecedentes del germen de esta historia, quizás porque conociendo el legado existencial
y afectivo de sus predecesoras, entenderemos mejor su trayectoria vital y porque,
francamente, La hija de las mareas es una novela vibrante, intensa, única.
Con ella vamos a
disfrutar, sufrir, angustiarnos, transigir, entretenernos, meditar, elucubrar…
y un largo etcétera de infinitivos que podría conjugar hasta el agotamiento,
porque son muchos los temas que trata la novela, muchas las vicisitudes que
viviremos, bien asistiendo a momentos históricos fascinantes o conociendo a
través de su mirada las ciudades en las que transcurre la acción.
De ese modo rememoraremos
su infancia en Oviedo y, a través de sus detalladas descripciones, Pilar
Sánchez Vícente nos paseará por sus estrechas calles y populosas plazas, como
la de la Catedral, en pleno casco antiguo, para tomar la calle de la Rúa.
Notaremos incluso las estrías de sus nobles edificios, las grietas de sus muros
y, desde allí, divisaremos la calle Cimadevilla, donde vivían nuestras protagonistas,
para acercarnos a la Plaza Mayor o la del Sol y acudir al mercado, que tenía su
centro neurálgico allí y se extendía por las calles adyacentes. Eso, claro está,
si no se tercia acercarse al Fontán, Foncalada o Santo Domingo, que entonces eran
los barrios periféricos de la urbe y donde se asentaban los campesinos.
Impresiona el modo en que se pormenoriza cualquier detalle, la realidad con la
que se plasma el ambiente, apelando a todos nuestros sentidos y utilizando un lenguaje
preciso para que nos podamos crear una imagen nítida de la ciudad.
También asistiremos
a las tertulias en casa de los abuelos y tomaremos el pulso al pensamiento de
la época. Algunos párrafos son impagables, ya sea tocando temas sobre la
sociedad en general o el sentido de las clases sociales, la educación o el
papel de las mujeres.
De Gijón, ¡qué
deciros! Se nos presenta una ciudad en pleno esplendor y destaca, sobre todo,
el conjunto histórico de Cimadevilla, el barrio más emblemático y más antiguo
de la ciudad y al que se accede siguiendo el muro de la Playa de San Lorenzo.
Se halla en lo alto del cerro de Santa Catalina, rodeado de acantilados y donde
el murmullo del mar suena casi como una letanía. La mayoría declarados
Monumento Histórico Artístico. Palacios que te dejan sin aliento, como el de Revillagigedo
o el de los Valdés. Apreciaremos sus fachadas, casi siempre flanqueadas por dos
torres almenadas, de planta cuadrada y pórtico central, de estilo barroco.
También el lujo que albergaba sus interiores en contraste con las toscas
casuchas de los marineros. Y el puerto, una ensenada que fue habilitada para el
comercio libre con América y que gracias a las iniciativas ilustradas
promovidas por Jovellanos se convirtió en uno de los más importantes del
Cantábrico dada su posición hegemónica. En él recalaban todo tipo de
mercancías, pero también libros prohibidos.
Después seguiría
París, porque tras la muerte de la abuela Carola, la nostalgia llevará a
Bertrand a cerrar la consulta y volver a su ciudad natal. Andrea, que se ha
criado con ellos en vez de con su madre, le acompañará. Entonces la trama da un
giro espectacular. Con ella viviremos la Revolución Francesa, pues se implicará
en cuerpo y alma en la lucha por los derechos de las mujeres. Fundará un
periódico (y no será el único), trabajará a las órdenes de Olympe de Gouges y
ambas escribirán, entre otras, una obra de teatro y se unirá a las Damas por la
Libertad. En definitiva, un torbellino de acontecimientos de los que seremos
testigos de excepción y que no se acabarán en la ciudad de la luz, porque
Andrea volverá a España, huyendo de la guillotina, mientras la historia, en
estos lares, también nada en un torrente de aguas turbulentas.
Para concluir y
para no resultar pesada, solo puedo añadir que, como decía George Orwell, la
historia la escriben los vencedores. Y todos sabíamos que llevaba razón. Claro que
se le olvidó apostillar que, en todos los casos, esos mismos vencedores eran hombres
y que muchos de ellos se ocuparon, especialmente, de borrar los logros de muchas
mujeres, heroínas en un mundo injusto que no conocía la palabra igualdad. Ni
otras muchas. Claro que, como diría Luis Pastor, “están cambiando los tiempos”
y este siempre pone las cosas en su sitio y da voz a los vencidos. Aunque para
ello siempre sea necesario que existan mujeres como Pilar Sánchez Vicente,
capaz de hacer justicia con muchas de las que nos han precedido, aquellas que
se adelantaron a su tiempo, que lucharon exponiendo sus vidas por un mundo más
justo, para que la igualdad y la libertad fuesen algo más que una entelequia.
Y no hay ejemplo
mejor que La hija de las mareas, una novela exquisitamente narrada en la
que el trabajo de documentación ha sido ímprobo, está clarísimo; pero que no se
te estomaga porque el modo en que se plasma y transmite resulta de lo más
natural. Por eso no es hasta que cierras el libro y te tomas un respiro por
todo lo vivido y sentido cuando te das cuenta que has aprendido más historia
con Pilar Sánchez Vicente que lo que hiciste en el instituto, porque si algo
tiene la literatura –y vuelvo a poner de ejemplo este libro- es que te hace
cuestionártelo todo y te obliga a documentarte por tu cuenta. Porque no es la
obligación (estudios) sino el interés (el que despierta la lectura) lo que te estimula
y obliga a indagar en lo que se nos narra para aclarar muchas lagunas, por no
decir océanos de desinformación, y aprehender, para siempre, algunos períodos
fascinantes de la historia.
También quiero
destacar un detalle que me ha parecido fundamental: a lo largo de la novela
veréis que las poblaciones de Oviedo, Gijón o Aviles, están escritas así: Obiedo,
Gixón y Abilés. Tiene su explicación, aunque me consta que no extrañará a
muchos…
Así que ya sabéis,
no seáis inconscientes y leed La hija de las mareas. Y luego venís
y me lo contáis. Y recordad, además, que se acercan las navidades, que es
tiempo de regalos y ¿hay alguno mejor que un libro? Yo creo que no y que si
regaláis este, en particular, acertaréis.