Título: EL BUEN PADRE
Autor: Santiago Díaz
Editorial: Reservoir Books
Colección: Roja y Negra
ISBN: 978-84- 17910-99-0
Páginas: 416
Presentación: Rústica con solapas
Santiago Díaz
Cortés (Madrid, 1971) nació escritor, solo que se ha pasado media vida
disimulándolo. A esa manía se debe el que durante un lustro estuviese
trabajando en el Departamento de Ficción de Antena 3 Televisión desempeñando el
puesto de Delegado de Contenidos para series como "Compañeros",
"Un paso adelante", "Aquí no hay quien viva" o "Código
Fuego", para luego ocuparse a tiempo completo en la escritura de guiones.
Y así, durante más de dos décadas, ha trabajado para diferentes productoras y
en un nutrido número de series famosas como "Hermanas", "El
pasado es mañana", "Yo soy Bea", "El don de Alba" o
"El secreto de Puente Viejo", de la que ha escrito casi 2.000
capítulos, si no los ha superado.
El 24 de mayo de
2018 publicó su primera novela, Talión,
traducida a varios idiomas y que está siendo adaptada como serie de televisión.
Con ella ganó el Premio Morella Negra 2019 y el Benjamín de Tudela 2019. De
ella dije, en su día, que como siguiese manteniendo el mismo nivel en sucesivas publicaciones, que Dios nos cogiese
confesados, algo que he estado a punto de hacer, pero no encontré una iglesia cerca,
tras leer El buen padre, así que
ahora os voy a hablar de su nueva novela:
Una novela que
arranca con una escena de lo más cinematográfica y que, sin embargo, te deja
con un poso de amargura, porque lo que relata lo has leído en muchas ocasiones y
visto en informativos cientos de veces más, ya que es muy común hoy en día,
más de lo que muchos pensamos, más de lo que la mayoría deseamos, dado a veces
la ficción, a menudo, solo es un reflejo de una realidad imposible de superar.
O eso parece. Una escena en la que unos Zetas irrumpen en un domicilio
particular, en una urbanización de clase media tirando a alta y que tras
atravesar el dintel (me encanta esta expresión, tan habitual y ciertamente absurda)
sin la orden pertinente, ya que han acudido alertados por la denuncia de una
vecina que ha escuchado gritos pidiendo auxilio, para encontrarse con el
cadáver de una mujer a todas luces asesinada por su marido, que se encuentra en
la habitación contigua en estado de shock, ensangrentado de pies a cabeza y con
un cuchillo de trinchar a su lado, también manchado de sangre. La víctima se
llama Andrea Montero. El hombre es su marido y esta escena, a modo de
preámbulo, transcurre un año antes de que dé comienzo la verdadera historia que
se relata en El buen padre.
Una historia que, a
su vez, comienza con otra escena, tan cinematográfica como la anterior, quizás
porque el entorno es mucho más “amable” y popular, lo que implica que haya un
montón de curiosos alrededor. En ella nos encontramos con la aparición de un
cadáver que ha sido lanzado dentro de una maleta a la que habían añadido unas
pesas, al Estanque del Retiro, el grande, sí, el más majestuoso de los construidos
en el parque. Fue hallado por un grupo de corredores un domingo a primera hora
de la mañana y la encargada del caso es la inspectora Indira Ramos, que
rápidamente se persona junto a su equipo. Según las indicaciones del forense,
se trata de una mujer de poco más de cuarenta años, que ha muerto a causa de un
disparo en la cabeza un par de semanas antes y con los cinco dedos de su mano
izquierda rotos.
En las pesquisas
posteriores descubren que se trata de Alicia Sánchez Merino, desaparecida doce
días antes, según la denuncia que presentó su marido, Miguel Ángel Ricardos, un
engominado empresario de cuarenta y ocho años con domicilio en el barrio de
Salamanca y oficina en el Paseo de la Castellana. El clásico yuppi de oro que se derrumba al primer
interrogatorio y pone sobre la pista a la policía de quien puede ser el
responsable de semejante crimen.
Y entonces es
cuando empiezo a preguntarme si no me habré confundido de libro, porque lo que
he leído en la contraportada no se corresponde con lo que llevo leído
hasta ese momento. Y recapacito, claro, porque aunque haya asistido a dos
asesinatos sin despeinarme, apenas he leído una treintena de páginas.
Pero no, me estoy
adelantando, porque antes de esas escenas, antes de nada, me he encontrado con
una de esas citas que suelen acompañar casi todas las novelas y que suelen,
también, aludir al contenido que nos vamos a encontrar a continuación. Claro
que en este caso, más que aludir, parece que marca el paso de muchos de los
personajes que habitan en este libro:
Es el caso de Ramón Fonseca, un anciano de ochenta y
cuatro años que lleva uno viviendo en Madrid, ciudad a la que se trasladó desde
su Málaga natal cuando detuvieron a su hijo Gonzalo por el asesinato de su
mujer. Desde entonces se ha convertido en la sombra de lo que era y se limita,
prácticamente, a dejar correr los días mientras alimenta su amargura entre una visita
y otra al centro penitenciario donde se halla su hijo cumpliendo una condena de
veinte años. Su mujer, Nieves Pons, murió unos meses antes, de infarto, justo en
el momento en el que el abogado de Gonzalo les hizo partícipes de que
abandonaba su defensa. Así que no es extraño que decida hacer lo que tiene que hacer, sin necesidad de justificarse:
secuestrar a las tres personas que influyeron decisivamente en el juicio contra
su hijo, a las que ha vigilado desde entonces y sobre las que tiene sus
reservas:
- Juan Carlos Solozábal: Se convirtió en el
abogado de Gonzalo Fonseca por un compromiso moral, por una necesidad de ayudar
a sus padres, a los que había conocido cuatro o cinco años antes en un viaje
lúdico a Egipto. Allí trabó amistad con ellos y cuando se presentaron en su
despacho buscando su ayuda no pudo negarse. Y, aunque en principio no apostaba
por salir airoso por lo incontestables que eran las pruebas en contra, a medida
que empezó a investigar empezó a tener serias dudas. El problema vino cuando decidió
abandonar la defensa, porque hay cosas
que deben hacerse y se hacen. Cuarenta años recién cumplidos. Se encuentra
en un búnker de cinco metros cuadrados, sin ventanas y aislado del exterior por
unos gruesos muros de hormigón en pleno subsuelo de Madrid, pero la policía no
lo sabe.
- Almudena García: la jueza que se hizo cargo del caso. Cincuenta y
nueve años. Guarda un secreto que, de saberse, podría acabar con su carrera: es
ludópata. Comenzó por casualidad, echando unas monedas a una máquina
tragaperras, para continuar con las carreras de caballos, la ruleta o las apuestas
deportivas, hasta que descubrió que el póquer era su Valhalla particular y confundió
a los organizadores de las timbas con valkirias, a Odín con un crupier y el
salón de Asgard con esas suites en
hoteles de cinco estrellas que acostumbraba a frecuentar para tal fin. Y llegaron
los problemas, variados, de distinta índole. Y cuando la pusieron entre las
cuerdas, comprendió que hay cosas que
deben hacerse y se hacen. Ahora se encuentra encerrada en lo que antiguamente
fue el despacho de una imprenta abandonada en el polígono industrial de Los
Ángeles, en Getafe, solo que la policía no lo sabe. Las paredes están cubiertas
de grafitis y la puerta y ventanas selladas con ladrillos y cemento. No sabe
por qué, aunque algo intuye, ni dónde ni hasta cuándo.
- Noelia Sampedro: Testigo en el juicio contra Gonzalo
Fonseca, donde afirmó haber visto al acusado agrediendo a su mujer en el
ascensor de un hotel el mismo día del asesinato. Brillante estudiante de Comunicación
Audiovisual de veintidós años, guapa y con aspecto de modelo, lo que le permite
ganarse muy bien la vida como scort. Fue
precisamente una compañera de clase con un status fuera de lo común quien la
introdujo en ese mundillo, con sede en una agencia de la calle Jorge Juan, que
le permitió un nivel de vida muy por encima de la media. Sin embargo, pronto
descubriría que a veces la vida te plantea dilemas y llega el temido instante de
elegir. Por eso, llegado ese momento, entendió que hay cosas de deben hacerse, y se hacen. Está encerrada en lo que
parecen las duchas comunitarias de un antiguo hospital situado en Los Molinos,
en la sierra de Guadarrama, solo que la puerta de acceso está tapiada con un
muro de ladrillos y cemento y la policía no lo sabe.
Tres personas escondidas
en tres lugares diferentes que morirán en un plazo de tres semanas, con una
distancia en el tiempo de una semana entre cada uno de ellos en el supuesto de
que no reabran el caso y tramiten la orden de puesta en libertad de su hijo.
Para que el plan se cumpla y funcione como un reloj suizo, se entrega a la
policía, exigiendo que sea la inspectora Ramos, en la que confía, quien se
encargue de la investigación.
Pero esta cita también
se debería aplicar a Indira Ramos, diplomada
en Magisterio aunque con una vocación temprana que sorprendió a su familia
cuando les comunicó su anhelo de ser policía. En la actualidad tiene treinta y
seis años y bellas facciones que ayudan a disimular su mal llevado, aunque incipiente,
sobrepreso. De pelo corto, en el que ya se intuyen algunas canas que se niega a
esconder por los mismos motivos por los que evita el maquillaje: porque sufre
un extraño trastorno obsesivo-compulsivo a raíz de una caída, cuando cinco años
atrás perseguía a un criminal, en una fosa séptica. Estuvo a punto de morir por
intoxicación y uno de los efectos secundarios que le quedaron fue el de un
terror irracional tanto a virus como a bacterias, de ahí que sus manías por el orden, la limpieza y la higiene se hayan multiplicado
a niveles superlativos. Sin embargo, este problema, que nos dará para más de un
momento hilarante a pesar de lo serio que es, se queda en agua de borrajas ante
otro que afecta al terreno laboral, que no es otro que el rechazo que suscita
en su entorno profesional, desencadenado por una acusada integridad que no le
permite replegarse ante cualquier falta de ética, hasta el punto de que no dudó
en delatar a un compañero por colocar en el momento oportuno una prueba incriminatoria
a un delincuente, acusación con la que consiguió que el malhechor siguiese
campando a sus anchas y el policía apartado del cuerpo. Porque era algo que debía hacerse y lo hizo.
Con ella trabajan:
- Subinspector Iván Moreno: Aunque cuenta con
todos los requisitos para presentarse al examen de ascenso a inspector, las
numerosas causas disciplinarias que acumula contra su jefa, a la que desprecia
abiertamente, no se lo permiten. La razón es bien sencilla, porque ese policía
al que Indira denunció fue Daniel Rubio, el mentor y mejor amigo de Iván,
precisamente la persona que le ayudó cuando apenas tenía catorce años y le sacó
de la droga. No obstante, la inquina es recíproca; de hecho, la inspectora
piensa de él que es un chulo maleducado e inculto, entre otras lindezas, solo
que su probado instinto hace que Indira le mantenga en su equipo.
- Subinspectora María Ortega: Natural de
Santander, compartió habitación con la inspectora Ramos durante el periodo de
formación en la Academia de Ávila y allí aprendieron a respetarse. Pelirroja
natural, llama la atención a su paso.
- Agente Lucía Navarro: acostumbrada a las
excentricidades de su jefa. En plena forma física.
- Oficial Óscar Jimeno: Abogado, psicólogo
y criminólogo, con un cociente intelectual altísimo y una vocación a prueba de
todo, pero torpe y nulo en cuanto a arrestos y audacia.
Por si éramos
pocos, aparecen otros tantos personajes más. Lo mejor de cada casa, como los
mafiosos Walter Vargas y Salvatore Fusco y algún que otro empresario que telita
marinera. Ni qué decir tiene que el elenco carcelario también es como para
quitarse el sombrero, ya que solo por conocer a esa fauna merece la pena
acercarse a la novela.
Claro que, llegados
a este punto, os daré unas pocas pinceladas sobre Gonzalo Fonseca, el protagonista en la sombra y nunca mejor dicho.
En la actualidad tiene cuarenta y tres años, un año después de que se cometiera
el atroz asesinato que le llevo a la cárcel. Hasta ese día era un ciudadano
ejemplar, sin antecedentes, sin una mala multa en su haber. Era director
comercial de una marca de electrodomésticos, con un buen sueldo. Estaba casado
con Andrea Montero, la víctima, de treinta y siete años, ingeniera y jefa de
obra de una constructora, lo que le permitía un sueldo superior incluso al de
su marido. Ambos aparentaban ser un matrimonio modelo.
La novela
transcurre principalmente en Madrid, excepto una breve escapada a la provincia
de Málaga, y Santiago se esmera a la hora de pasearnos por ella y perfilar los
diferentes lugares y atmósferas por donde se mueven los personajes. Junto a ellos
recorremos los enclaves más emblemáticos, como el Parque del Retiro y en
especial el Estanque Grande, la Gran Vía, de camino al Congreso de los
Diputados, el Paseo de la Castellana, divisando desde uno de los grandes edificios
de la City madrileña todo lo que esa perspectiva puede ofrecernos, que no es
poco. Nos aporta datos curiosos y nos invita a conocer sus rincones.
Una historia
admirablemente narrada y no
exenta de una violencia que se nos muestra sin rodeos, descarnada y tajante,
milimetrada en cuanto a dosificación, donde prevalece la solvencia de una
investigación meticulosa y con unos personajes de tronío. Una historia que se
abre con dos dilemas inquietantes y se cierra con una cita: la primera la formula
el propio Ramón Fonseca a un agente cuando acaba de autoinculparse y entregarse
a la policía refiriéndose a su hijo, ¿no
haría lo que fuera para demostrar su inocencia?. La segunda nos la
planteamos nosotros, los lectores, ¿es razonable secuestrar e incluso llegar a matar
para reabrir la causa por la que tu hijo ha sido declarado culpable cuando tú
crees ciegamente en su inocencia? La cita ya la conocemos, porque hay cosas que
deben hacerse y se hacen, pero nunca se habla de ellas. Uno no trata de
justificarlas; no pueden ser justificadas. Se hacen, simplemente. Y luego se
olvidan.
Santiago Díaz sabe
combinar a la perfección la estructura de la novela policíaca clásica con el
ritmo endiablado del mejor thriller, que va creciendo conforme avanza la trama,
donde brillan los diálogos y destellos de humor inteligente que rozan la ironía
las más de las veces, eligiendo para ello la voz de un narrador que apuesta por
la parquedad, en un juego narrativo lleno de sorpresas, en el que víctimas y
sospechosos van adquiriendo una entidad propia que vamos descubriendo a través
de declaraciones, interrogatorios o a medida que avanzan las pesquisas de los
policías y reconstruyen los hechos. Poco a poco los personajes van adquiriendo
matices nuevos, pues todos están dotados de una gran profundidad.
El autor es un
auténtico prestidigitador no solo a la hora de crear una trama bien urdida,
sino creando otras tantas a su alrededor que no te dan respiro. Pero si eres
capaz de aguantar el tirón, yendo de sorpresa en sorpresa, en un sobresalto
tras otro, comprobarás que este fascinante relato está admirablemente cerrado.
Si piensas que quedará algún cabo suelto, es que no conoces a Santiago Díaz,
porque después de haber leído Talión, sabes que no es de quedarse
a medias tintas, así que en El buen padre el autor se viene
arriba y vuelve a demostrarnos que si viviese en el siglo XIII, sería un
maestro entre aquellos maestros tejedores árabes que inventaron el macramé.
Porque él es un artista en esto de hacer arte con los nudos y lo demuestra en
cada giro que da la historia, uno tras otro, hasta perder la cuenta.
Y es que Santiago
Díaz, con tan solo dos novelas en su haber, se ha convertido en todo un
referente en este mundo de la novela negra y criminal. A la altura de los
mejores, empujando con fuerza para situarse en la cima. Palabrita de yincanera,
porque hay cosas que deben decirse, y se dicen.
Esta reseña
participa en la iniciativa:
Apartado: Made in
Spain
La acción
transcurre en Barcelona o Madrid