DATOS
PRÁCTICOS:
Título: EL ÚLTIMO BARCO
Autor: Domingo Villar
Editorial: Ediciones Siruela
Colección: Nuevos Tiempos 424
ISBN: 978-84- 17624-27-9
Páginas: 712
Presentación: Rústica con solapas
Hace unas semanas,
al reseñar la novela de José Luis Gil Soto, Madera de savia azul, os
comentaba que el pasado 8 de junio el grupo #SoyYincanera tuvimos un encuentro
con el autor, aprovechando su estancia en Madrid, para asistir a la Feria del
Libro de Madrid. No fue el único que mantuvimos ese día, pues comenzamos el día
desayunando con Ana Lena Rivera, que nos habló de su novela Lo que callan los muertos, comimos con
Gil Soto y tomamos el café de la tarde con Domingo Villar, para hablar
precisamente de esta novela.
Decir que me hizo
una especial
ilusión
conocer a Domingo Villar sería quedarme corta, porque, para que os hagáis una
idea, este blog nació precisamente tras leer su novela anterior, La playa de los ahogados. Y el que el descubrimiento
de este autor consiguió que naciese en mi la necesidad de dedicar parte de mi
tiempo a explicar el por qué determinadas novelas merecían la pena ser leídas y
esta era el mejor ejemplo posible.
Domingo Villar
(Vigo, 1971) inauguró con Ojos de agua
la exitosa serie protagonizada por el inspector Leo Caldas. El segundo título, La playa de los ahogados, supuso su
consagración en el panorama internacional de la novela negra, obteniendo
excelentes críticas y ventas. En 2019 se publica El último barco, el esperado
regreso del inspector Caldas.
La serie ha sido
traducida a más de 15 idiomas y ha cosechado un gran número de premios, entre
los que caben destacar el Novelpol en dos ocasiones, el Antón Losada Diéguez,
el Premio Sintagma, el Premio Brigada 21, el Frei Martín Sarmiento, Libro del
Año de la Federación de Libreros de Galicia. También ha sido finalista de los
Crime Thriller Awards y Dagger International en el Reino Unido, del premio Le
Point du Polar Européen en Francia y del premio Martin Beck de la Academia
Sueca de Novela Negra.
La hija del doctor
Andrade vive en una casa pintada de azul, en un lugar donde las playas de olas
mansas contrastan con el bullicio de la otra orilla. Allí las mariscadoras
rastrillan la arena, los marineros lanzan sus aparejos al agua y quienes van a
trabajar a la ciudad esperan en el muelle la llegada del barco que cruza cada
media hora la ría de Vigo.
Una mañana de
otoño, mientras la costa gallega se recupera de los estragos de un temporal, el
inspector Caldas recibe la visita de un hombre alarmado por la ausencia de su
hija, que no se presentó a una comida familiar el fin de semana ni acudió el
lunes a impartir su clase de cerámica en la Escuela de Artes y Oficios.
Y aunque nada
parezca haber alterado la casa ni la vida de Mónica Andrade, Leo Caldas pronto
comprobará que, en la vida como en el mar, la más apacible de las superficies
puede ocultar un fondo oscuro de devastadoras corrientes.
Diez años ha
tardado Domingo Villar en publicar una nueva novela y, para quienes le
seguimos, se nos han hechos más largos que la infancia de Heidi. Sin embargo,
ha vuelto con rotundidad: ofreciéndonos la mejor versión de su personaje estrella
y con una novela de un golpe, capaz de hacernos zozobrar en un complejo
laberinto de incertidumbre con más de un giro
argumental. La mejor hasta el momento.
Y eso que, a
priori, el suceso que en esta ocasión tienen que resolver Leo Caldas y su
equipo –la desaparición de Mónica Andrade- no parece tener grandes alicientes.
De hecho, más parece la obsesión de un padre controlador con respecto
a su hija y con un único objetivo: abatir la paciencia de todo aquel que se
cruza en su camino hasta conseguir sus propósitos, en vez de un auténtico caso policíaco.
Pero vayamos por
partes, que me enredo. Todo comienza cuando Víctor Andrade, un reputado
cirujano vigués se presenta en el despacho del comisario Soto y le hace
partícipe de sus más íntimos recelos. Sospecha que su hija ha desaparecido, dado que
no acudió a una comida familiar días antes ni, posteriormente, a su trabajo. Obviamente,
tampoco contesta a sus llamadas al móvil, pues lo tiene desconectado. Y Soto, que
se siente en deuda con el doctor desde que siendo su esposa paciente
suya le salvó la vida gracias a una intervención quirúrgica, pone a cargo
de la investigación, con carácter de urgencia, al inspector Caldas, instándole
además a abandonar la de un robo a una entidad bancaria que acababa de producirse.
Desde ese momento vemos en el cirujano un abuso de confianza más que patente, que
se irá haciendo más opresivo a medida que se vayan sucediendo los
días y, precisamente por ello, el señor parece sacado de una pesadilla por
mucha razón que
lleve.
Solo será el preludio
de una búsqueda que se irá tornando cada vez más farragosa, dando paso a posteriores
pesquisas en todos los sentidos. En primer lugar, Caldas y Estévez acuden,
junto con el doctor, al domicilio de la presunta víctima en Tirán, una pequeña
parroquia marinera situada al otro lado de la ría y a la que se llega atravesando
el Puente
de Rande. Ya en la casa, a la que han tenido acceso sin necesidad de obtener
ningún permiso
porque Víctor Andrade, aunque no tiene llave de la misma, sabe que su hija siempre
deja la puerta abierta. Tras un primer registro comprueban que no se han forzado las
puertas y que todo se encuentra en orden. Sin embargo, aunque todo apunta a una
especie fuga
de la que no ha avisado a nadie, hay detalles que el instinto le dice a Caldas que algo
no cuadra. Por ejemplo, Mónica tiene un gato y además de no haberlo dejado al
cuidado de nadie, los cuencos del animal, en particular el del agua, ha sido
rellenado. Ocurre lo mismo con el frigorífico, que acumula demasiada comida
para alguien que ha decidido ausentarse o que sus pastillas anticonceptivas
sigan en el armario del baño. Además, está la cita concertada con un empleado para
pocos días después para que le arregle parte del vallado de la casa que se dañó
a causa del temporal
de lluvia y viento que asoló la comarca días antes y que arrancó de raíz un
abeto del jardín.
También preguntan a
los vecinos y, a través de unas mariscadoras, se enteran de que Mónica suele
pasear por la playa casi todas las mañanas siempre y cuando haga buen tiempo en
compañía de un inglés que también se ha marchado y, mientras hablan con ellas,
reparan en la figura de Andrés el Vaporoso, un peculiar vecino de la parroquia
que dos décadas atrás llegó allí para instalarse, según él, porque había
conocido a una sirena al abrigo del Corbeiro, la roca más grande la
playa y, desde entonces, todos los días acude en su bote de remos al mismo
lugar como un peregrino
en busca de que se obre el milagro, acompañado de una jaula de jilgueros y un farol.
También hablan con Carmen Freita, la vecina más próxima a su domicilio y la que
se suele ocupar de la tutela de Dimitri, el gato de Mónica, cuando
ella se ausenta. Esta les indica que la última vez que la vio fue el jueves
anterior, aunque por otra vecina, Rosalía Castro, se enteró que el viernes salió
a primera hora de la mañana en su bicicleta, para tomar en Moaña el vapor
de línea
con destino
a Vigo. Seguidamente se dirigen a la casa de Rosalía Castro, para que les
confirme tal confidencia
y más tarde, en la cafetería del puerto, la camarera les asegura que su
bicicleta se encuentra aparcada contra la barandilla del muelle desde ese día,
a primera hora.
Con esa información
vuelven a Vigo, ya que el inspector tiene que asistir a la radio, donde
colabora en un programa de sucesos desde hace tiempo. No le hace gracia su “segundo”
empleo y en más de una ocasión ha mostrado su discrepancia ante su superior,
pero él siempre se mantiene en la postura de que esta labor favorece al
cuerpo y no le queda otra que rendirse a la evidencia. En ese lapso
de tiempo, mientras Caldas marcha a la emisora, Rafael Estévez se
entrevista con un marinero del Pirata de Ons, para saber si recuerda si el
viernes Mónica cogió la nave como así les informaron.
Llega el momento de
acercarse a la Escuela de Artes y Oficios, también llamada Universidad Popular de Vigo, uno de esos lugares que no
dudaré en visitar si en alguna ocasión me acerco a Vigo y no solo por el
aspecto arquitectónico del edificio, sino por lo que se cuece dentro de él. Y
es que todo lo narrado es un fiel reflejo de lo que sucede en sus talleres. Claro
que el autor ha tenido ayuda desde dentro. Me explico: dos de los profesores
–Ramón Casal, luthier que se jubiló en 2018 y Miguel Vázquez, ceramista de primer nivel que todavía se mantiene en
activo- que aparecen en El último barco
son personas reales a las que el autor ha retratado fielmente, hasta el punto
de utilizar sus nombres auténticos. Y, junto a un grupo de colegas y
trabajadores de la institución, le aconsejaron qué obras leer para entender
todos los tecnicismos de los diferentes oficios y a base de horas y horas de
conversación, darle la mejor instrucción posible.
En la escuela,
tanto los profesores como los aprendices evidencian una cierta inseguridad
ante la ausencia de Mónica. Y aunque las averiguaciones hasta el momento
parecen indicar que Mónica había cogido el viernes el barco a primera hora de
la mañana para acudir a su trabajo, allí le confirman que no llegó a asistir ni
a la clase ni a las
tutorías que debía atender.
Comienza así una búsqueda
voraz que va en espiral
ante la falta de pistas y, porque las que se tienen, cada vez se van
retorciendo más. Para Estévez, el asunto es tan sencillo como que Mónica se ha
marchado con el inglés con el que mantiene un romance. Caldas no está tan seguro
de ello y la duda
se resuelve cuando Walter regresa de un viaje que ha realizado a Inglaterra,
donde en compañía de su hija ha estado visitando una reserva de aves. Está claro que
la única hebra
de la que tirar para resolver la madeja de incertidumbre creada es comprobar
cada paso dado por Mónica en la mañana del viernes, empezando por realizar el trámite
ante el juzgado para que les permitan el acceso a las cámaras de los establecimientos
que rodean la zona que la joven debió seguir. Visionar las imágenes será una
ardua labor. También será necesaria una autorización judicial para acceder a
los datos de su teléfono, ante lo que la jueza muestra reticencias ya que
quiere proteger la intimidad de Mónica.
Por otro lado, Víctor
Andrade no deja de empañar la investigación con sus constantes
injerencias, hasta el punto de decidir aspectos que no deberían permitirse,
pero ante los que cede el comisario, incapaz de distinguir entre el
agradecimiento y la obligación. Resulta que se ha hecho eco de las impresiones de una
amiga de su hija, que le ha contado algo sobre la amistad que mantenía su hija con
Camilo Cruz, un joven con un trastorno neurobiológico, y del temor que en
ella generaba. Y le ha faltado tiempo para para dar el visto bueno a una batida
que desde la Escuela de Artes y Oficios se está organizando, con el único
propósito de poner cerco al chico. Caldas tiene clara la
inocencia del chaval, pero el doctor no parará hasta verle detenido y asestarle un gancho
de derecha a la investigación. No reparará en gastar todos los cartuchos
disponibles para que así sea.
Y, efectivamente,
la batida se lleva a efecto. Son muchos los voluntarios que se han prestado a
echar una mano y tienen fe en encontrar a Mónica con vida, aun cuando
algunos vean el panorama muy oscuro. El contingente es muy numeroso,
porque la profesora era muy querida y no dejarán senda por transitar, playa por
recorrer, barriendo el contorno de Tirán, de arriba abajo, acorde
a las instrucciones recibidas, ante la atenta mirada de Estévez, porque Caldas
no soporta verse sometido a tal exposición.
En ese impasse,
Caldas sigue en la comisaría, junto a Clara Barcia y Ferro, intentando poner
luz a los datos nuevos que van saliendo del teléfono de la víctima y a las
imágenes que reflejan las cámaras. Los sospechosos cambian, como las
circunstancias, todos son sometidos a examen. Incluso se ponen en contacto con un
policía portugués, que les explica la razón por la que conoce a Mónica por un antecedente
que puede guardar relación con su desaparición. Y todo se precipita. Y aparece
Losada, el de la radio, con un discurso más afilado que nunca, como una
pieza más de este tremendo montaje
para hacer todavía más ruido, si eso es posible. Y el caos
se hace verbo, la fatalidad se desata y Caldas se bate en retirada.
El vértigo
le supera, se siente acorralado. No hay análisis certero, es imposible luchar
contra los elementos . Solo queda respirar por la herida.
PERSONAJES:
Si hay algo que
borda Domingo Villar en sus novelas es el retrato que hace de los personajes. Por
un lado, en la comisaría de Vigo tenemos a los mismos personajes que nos han
acompañado en las entregas anteriores:
- Leo Caldas: Inspector de policía en Vigo, también es
colaborador de un programa de radio de mucha audiencia –Patrulla en las
ondas- dos veces por semana, aunque cada día es más consciente de su hastío por
diferencias con el conductor del mismo. Sigue
siendo reservado y, de un tiempo a esta parte, bien porque todavía sigue
echando de menos a Alba y su recuerdo le pesa o porque su sentido
de la responsabilidad
le está creando problemas de conciencia, es mucho más reflexivo que antes.
No ayuda mucho el que esté habiendo un repunte en la delincuencia y sean
continuos los asaltos a viviendas, en particular las de los ancianos y esa
inseguridad le hace estar preocupado por el bienestar de su padre. Y es que a
veces la culpa
puede planear
con el sigilo
de un pájaro
que desciende al fondo de un mar de fantasía. Sin embargo, la fidelidad a sus costumbres sigue
siendo tan firme como su hábito al tabaco y continua yendo a los mismos
restaurantes y cantinas de siempre, incluso a su habitual cuaderno de tapas
negras.
- Rafael Estévez: Ayudante de Caldas, procede de
Zaragoza, por lo que tiene serios problemas para entender el carácter gallego.
De constitución fuerte,
tiene tendencia
a perder los nervios ante la ambigüedad y más últimamente, que un problema con
la espalda le trae por la calle de la amargura. Obstinado e impulsivo, también
es un bonachón capaz de echar el resto ante cualquier problema.
- Comisario Soto: Jefe de Caldas, es desconfiado por
naturaleza y en esta ocasión, al tener un vínculo con Víctor Andrade, llega a
resultar hasta irritante porque desde el inicio de la historia exige una diligencia
en la investigación imposible de soportar, con una constancia que clama al cielo.
Además, ayudarán en
la investigación Clara Barcia y Ferro (aunque recibirán apoyo de otros
policías anónimos destinados especialmente para este caso). La primera es una
especialista en cuanto a escudriñar la red y todo lo referente a la tecnología;
el segundo, se ocupará del visionado de las cámaras, ambos con pulso
de cirujano y nervios de acero.
Después quedaría el
entorno de la víctima o algunas personas que guardan relación con la
investigación. No mencionaré a todos para no alargarme, porque casi podría
decirse que forman un ecosistema único, un escaparate de personajes extraordinarios; sin
embargo, me gustaría decir que dos de ellos me han llegado al alma y cada uno
por una razón distinta: Se trataría de Camilo Cruz y Napoleón. Uno es un joven,
del que os hablaré más adelante y el segundo, un mendigo que sabe latín, en
toda la extensión de la palabra:
- Víctor Andrade: Notable y afamado cirujano, de
aproximadamente sesenta años de edad. Es el padre de Mónica. Es un hombre alto
y delgado, cabello cano aunque prácticamente calvo. Destaca en su rostro su
nariz prominente y su piel desvaída. Está casado, aunque su mujer tiene una
enfermedad mental que la mantiene confinada en su domicilio. Cargante y rígido
a partes iguales.
- Mónica Andrade: Tiene 33 años y es profesora
de cerámica en la Escuela de Artes y Oficios de Vigo. Un espíritu libre
al que su padre nunca pudo domeñar. Abandonó el nido familiar para
independizarse cuando marchó a estudiar Filología Clásica a la Universidad de
Santiago. En la actualidad vive sola en Tirán, al otro lado de la ría y no
parece mantener ninguna relación sentimental. Desempeña la función de auxiliar
del maestro de cerámica en la Escuela de Artes y Oficios. Eva Búa es su mejor
amiga y, aunque no se ven mucho últimamente, hablan por teléfono todas las
semanas.
- Camilo Cruz: Es un joven singular,
amigo de Mónica y vecino de Tirán. A pesar de su evidente discapacidad, un trastorno,
imagino que del espectro autista, que le provoca una dificultad importante a la
hora de relacionarse con la gente, hasta el punto de que cuando se dirigen a
él, se queda mudo
y empieza a balancearse con un vaivén directamente proporcional al tono que su interlocutor utilice. Durante años le convirtieron en el blanco
de cualquier menosprecio, a pesar de no haber hecho daño ni a una mosca. Sin
embargo, tiene una destreza inusual, es capaz de dibujar de memoria cualquier escena con un realismo
asombroso. Hijo de Rosalía Cruz, mujer que ronda los sesenta años, de cabello
negro y piel curtida por el aire libre. Es ella quien observó a Mónica el
viernes a primera hora camino del puerto en su bicicleta.
- Walter Cope: Vecino de Tirán y amigo de Mónica, con la
que suele dar largos paseos por la playa. Es cordial, locuaz y transparente,
por lo que cae bien a todo el mundo. Natural de Inglaterra, se instaló en Vigo
para trabajar en la Agencia Europea de Control de la Pesca, claro que en la
actualidad está jubilado. Su gran afición es la fotografía y, en particular, la
de los pájaros, materia en la que se ha convertido en un erudito y un modelo a
seguir para los amantes del seguimiento de las aves que visitan su web,
por la documentación que tiene acumulada allí.
- Miguel Vázquez: Maestro responsable del taller de
cerámica y jefe de Mónica. Aunque Caldas desconfió desde el principio, en el
momento de la desaparición de la joven se encontraba en Lisboa, inaugurando una
exposición.
- Ramón Casal: Maestro de luthería antigua en la Escuela
de Artes y Oficios y, por lo tanto, un experto en el tratamiento de la madera, que
trabaja escrupulosamente, dado que es muy detallista y sosegado. Siempre lleva
el pelo revuelto. Llega a convertirse en uno de los sospechosos cuando en el momento
de la reconstrucción del último día que pasa Mónica en la escuela, al testificar
en su declaración inicial no cuadra con los datos que tienen los
investigadores.
Si hay algo que
domina como nadie Domingo Villar y de lo que puede presumir, junto con los
diálogos, son las descripciones. La reproducción del paisaje gallego es un regalo
para el lector. Da igual lo mucho que se explaye, pues es capaz de desvelar
cada recoveco
del entorno con una solvencia insólita. Dos son los escenarios en los que
transcurre la novela, perfectamente diferenciados y antagónicos, aunque a poca distancia
uno del otro: por un lado, tenemos la ciudad de Vigo, el marco ideal donde
acontecen todas las novelas de esta serie y, por el otro, Tirán, la pequeña
localidad a la que Mónica se fue a vivir. Ambos lugares están perfectamente
descritos, porque si algo caracteriza la obra de Domingo Villar es que el autor
tiene mucho oficio
a la hora de ejecutar la puesta en escena. Mientras en el primero, un núcleo
urbano que ha ido creciendo a lo largo de los años hasta convertirse en el más
poblado de toda Galicia, en ocasiones sin orden ni concierto, Villar aprovecha
para hacer una sonora censura a las autoridades que permitieron, allá por las
décadas de los sesenta y setenta, que muchos edificios de una arquitectura
singular fuesen demolidos para dar paso a otros más funcionales o modernos. En
lo concerniente a Tirán, las descripciones son más espectaculares, porque nos
detalla un paisaje expuesto al sol y las ventiscas que van
modelando, a base de siglos, sus acantilados y nos detalla, a su vez, cómo es
la vida de sus gentes, desde esas mariscadoras que rastrillan la arena en busca
de almejas, o los barcos que se dedican al mismo fin, rastreando el fondo de la
ría en su caso, bajo la atenta vigilancia de las gaviotas.
Imagino que más de
alguno, a estas alturas y si no ha leído el libro, se preguntará a qué viene el
que algunas palabras de esta reseña estén escritas en “rojo”. Tiene su
explicación: es mi particular homenaje a esa manera tan característica que
tiene Domingo Villar de comenzar cada capítulo. Si no has leído
ninguna novela suya diré que todos comienzan con una palabra polisémica y,
como tal, con sus distintas acepciones. Según palabras del propio autor, “unas están tomadas de manera literal
del de la Real Academia Española, del diccionario ideológico de Julio Casares o
del María Moliner y muchas otras, en cambio, están creadas por mí para un mejor
encaje en la historia”. Así que como soy muy osada, al plantearme cómo hacer
esta reseña me dije, “¿Y por qué no recoger cada una de ellas y hacer que
aparezcan en este post?”. Pues eso.
El último barco es una exquisita novela policíaca, sí,
pero también es una novela de homenajes en la que Villar enaltece la labor que
hacen los docentes, pero también la de aquellos que se toman su tiempo para
hacer las cosas con esmero, quizá porque en un mundo en el que la prisa
parece redimirlo todo y es la excusa perfecta para cualquier problema, hacer
las cosas despacio debería tener más mérito. En este sentido, también El último barco es un ejemplo de ello, porque hace seis años estuvo a punto
de salir al mercado con otro nombre –Cruces de piedra- y, a última hora, el
autor retiró el manuscrito y comenzó a escribirla de nuevo porque no le convencía. Del
mismo modo, la investigación de un delito por parte de quienes intervienen en
su esclarecimiento ha de ser un trabajo minucioso.
Pero, sobre
todo o por encima de todo, también es un homenaje a las relaciones paterno-filiales
en todas sus acepciones y viceversa, a ese tipo de vínculo entre padres e hijos
tan diferentes, a pesar de tener un nexo común, entre unas u otras. Son varias
las que encontraremos en esta historia, cada una de distinto pelaje, de
las que dejan
huella: desde la relación que mantiene Caldas con su padre, cercana
y de mutuo cariño y protección; a la de Víctor Andrade y Mónica, tóxica y
menoscabada quizá por no haber cumplido las expectativas que el primero había
depositado sobre la segunda, pasando por la de Rosalía Cruz y Camilo, la más
conmovedora, la que te deja sin aliento, sin lugar a dudas. Todas y cada una
de ellas las iremos conociendo poco a poco, a través de los diálogos que se van
manteniendo a medida que transcurre la investigación.
Por otro lado y por
si no ha quedado claro, decir que el estilo narrativo del autor es formidablemente
visual y que te traslada a esos escenarios como si los conocieses de toda la
vida. La estructura es sencilla, la misma que en anteriores entregas: capítulos
cortos, normalmente de cuatro o cinco páginas que obligan al lector a pasarlas
con rapidez, dado lo ágil de su prosa y su dominio del lenguaje.
Por ello, no deja
nunca de sorprenderme Domingo Villar y me parece mentira que este gallego,
afincado en Madrid desde hace tres décadas, tenga de vez en cuando un “arrebato
de morriña” de tal calibre que casi podría considerarse curativa para el género
humano, porque cada una de sus novelas, además de en librerías, deberían
venderse, sin reserva,
en las farmacias e incluso recetarse como enfermedad crónica por la Seguridad
Social según nos dan de alta en el sistema. Nos iría mucho mejor a todos. ¡No
digo más!
¡Obra maestra!
¡Campanada!